viernes, 20 de marzo de 2009

Entre el 13 y el 15

Agustín salió de su casa con el tiempo suficiente para despachar la valija con tranquilidad. Cuando llegó a la estación, escuchó la última llamada para embarcar. Siempre llegaba sobre la hora de partida porque el tiempo era algo muy costoso como para perderlo caminando por el andén. Trabajaba en un estudio aduanero: entraba a las nueve y salía a las cinco. Jugaba squash todos los martes y los viernes transpiraba gustoso en el gimnasio. Sin embargo, esto lo hacía cuando no tenía que viajar que por lo general era una vez por mes. El viaje a Bariloche surgió de imprevisto. Era septiembre y los pasajes de avión estaban agotados por lo que no tuvo más remedio que viajar en tren. La noche anterior tomó su agenda y revisó la ropa que había necesitado cuando fue a Neuquén. Agustín siempre tomaba nota de lo que usaba y de lo que había llevado de más. Su camarote era el catorce. Miró el acrílico sobre la puerta y pensó que el borracho sería un lindo número para la quiniela. - Estoy entre la yeta y la niña
bonita, se dijo a sí mismo mientras acomodaba sus cosas y probaba la cama. Cuando el tren arrancó, Agustín decidió sacar su ejemplar de La Casa Rusia de John Le Carré y leer por lo menos hasta que tuviera sueño. A las diez de la noche se despertó con el libro sobre su pecho. Hubiera dormido hasta la mañana si los ronquidos que provenían de la yeta no lo hubieran despertado. Esto lo fastidió bastante y resolvió averiguar qué podía conseguir para comer. De modo que se puso la campera de cuero y mientras salía del camarote,
se preguntó cómo sería la niña bonita. ¿Por qué estaba seguro de que era una mujer? - No vaya a ser cosa que encima sea soltera, pensó. Mientras caminaba hacia el coche comedor, su mente comenzó a inventar rostros para sus vecinos. La curiosidad podía mantenerlo despierto durante semanas y su fantasía llenaba los espacios más inconmensurables. La yeta viajaba a Bariloche por primera vez y estaba dispuesto a dormir hasta el final del viaje. La niña bonita
era -tenía que serlo- algo muy especial. Por fin decidió: alta y de pelo castaño claro. Medidas regulares y vestida a la moda pero no tanto. Antes de dejar el vagón donde se encontraba su camarote, sintió el ruido de una puerta que se abría y, sin ningún escrúpulo, se dió vuelta. Esperó cinco segundos a que alguien saliera. Estiró el cuello lo más que pudo y contó los acrílicos. Era la puerta de ella, pero como no se decidía a salir, pensó que sería mejor esperar en el comedor para verla llegar.

- Buenas noches. ¿Desea tomar algo antes de ordenar?

La figura de una mujer se acercaba lenta desde el otro vagón. Agustín se había sentado en una de las últimas mesas para poder observar a la niña bonita durante toda la comida. Como el mozo le tapaba la visión, se apresuró a contestar.

- Un whisky

Cuando volvió a mirar, la puerta del comedor estaba cerrada y una mujer se acercaba hacia él tratando de decidir en qué mesa sentarse. Su imaginación había acertado. Era alta y de cabellos castaños claros. Llevaba una camisa de jersey negra, ajustada a la altura del pecho, y unos pantalones de gabardina claros de cintura baja con cuatro botones dorados a la altura del cierre. La niña bonita estaba a cuatro mesas de donde se encontraba él pero justo debajo
de la salida de la calefacción. Sin mucho preámbulo, le consultó al mozo si podía cambiarse. Estudió detenidamente el techo y decidió que esa sería perfecta. Se sentó mesa por medio de la de Agustín y del lado del pasillo. Cuando el segundo whisky llegó, Agustín estaba mirando por la ventanilla hacia la noche cerrada, imaginando lo que pasaría después de la cena. El movimiento de su muñeca agitaba los cubos de hielo con un ritmo parejo, en semicírculos perfectos, como si toda su vida hubiera tomado whisky. La niña bonita pidió una ensalada de tomate, chauchas y huevo duro.
- ¿Y para tomar?

- Agua mineral, por favor.

Cuando la yeta llegó al coche comedor, la única mesa disponible era justamente esa, la que lo separaba de ella. Tendría unos treinta años. Metro ochenta, castaño, ojos claros. Uno más del montón, pensó Agustín. Antes de que se acomodara, el mozo se acercó a los tres y les pidió muy amablemente si no tenían inconveniente en sentarse en una misma mesa ya que una delegación de coreanos había hecho una reserva para las 10: 15. Necesariamente, los tres se miraron. La yeta, sin dudarlo, se corrió a un costado. La niña bonita se levantó con ademán displicente y Agustín -el borracho- dijo, con
su cara de tarado numero cuarenta y seis, que no tenía ningún problema. Cuando la mesa estuvo dispuesta, la niña bonita se sentó junto a la ventanilla, la yeta a su lado y Agustín frente a ambos.

- Ya que parece que vamos a cenar juntos, me presento. Soy Arnaldo del Taye y este es mi primer viaje a Bariloche, desde que me separé de mi esposa.

¿Ustedes ?

- Linda. Linda Flores. Soy actriz y también es mi primer viaje a Bariloche desde que terminé el colegio, dijo mientras apoyaba el vaso de agua sobre la mesa.

El meitre, que pasaba en ese momento junto a la mesa, fue el único que vio la cara que el borracho había puesto al escuchar los nombres. Agustín Doebo abrió los ojos tan grandes que su visión se convirtió en un gran angular. Las llaves de los tres camarotes estaban sobre la mesa. Instintivamente, miró los tres números y dijo:

- Supongo que yo soy el borracho y no tengo la menor idea de por qué viajo, dijo queriendo parecer chistoso.

Pero no lo fue. Arnaldo y Linda desviaron la mirada hacia la ventanilla. Se produjo un silencio que al borracho le pareció eterno. El hielo lo rompió el mozo. Traía la ensalada de tomate, chauchas y huevo duro. Arnaldo pidió el menú del día.
-¿Usted?

-Otro whisky, por favor, doble.

El mozo no esperó a que terminara y se fue.

-En realidad soy despachante de aduana y voy a Bariloche porque un cliente tuvo problemas con una mercadería en tránsito. Los miró lo más fijamente que pudo para ver cómo reaccionaban. Por un momento creyó ver doble, pero luego se dio cuenta que tanto Arnaldo como Linda seguían atentamente su conversación. Cuando llegó el tercer wisky (doble, por favor) tomó un sorbo que se deslizó como una gota de cera caliente sobre un plato frío. Todo se le fue petrificando. La lengua, la garganta, el esófago, hasta que llegó a la boca del estómago. El líquido cayó sobre los jugos digestivos como un meteorito. Una terrible punzada sobre su hígado lo obligó a retorcerse sobre la silla. Arnaldo y Linda, que ya estaban intercambiando recuerdos de colegio y experiencias laborales, no se percataron del movimiento brusco del borracho.

- Debe ser buen negocio eso de ser despachante, ¿no?

El borracho levantó el índice con toda la intensión de comenzar a hablar. Pero las ideas tardaban demasiado en llegar hasta su boca. Era como si sus pensamientos se arrastraran por' entre sus neuronas adormecidas por los efectos del alcohol. Linda tomó la palabra alejando su mirada del borracho como si escapara de un insecto. El borracho se sentía como el árbitro de un partido de tenis. No podía pronunciar palabra porque toda su lengua estaba paralizada. Sentía que el papelón era evidente. Todo lo que hacía era asentir con la cabeza, llevarse el vaso a la boca y beber con dificultad.

- ¿Y vos qué hacés? preguntó Linda apoyando su cabeza de costado sobre su mano derecha en dirección a Arnaldo.

- Esperando encontrar la mujer de mis sueños, dijo con voz de radio.

- No, en serio. ¿De qué trabajas?

El borracho se había olvidado de sus fantasías sexuales con la niña bonita. Una cirrosis galopante estaba determinando las próximas horas o, más bien, los próximos minutos. Un fuego punzante consumía sus entrañas dejándole en la boca un gusto a creolina. Estas fueron las últimas sensaciones que su mente pudo rescatar. Su cuerpo permaneció inmóvil en la silla hasta el final del viaje como si una fuerza externa lo mantuviera derecho. Cuando terminaron de comer faltaban todavía seis horas para llegar y la delegación de coreanos comenzaba el primer plato. Por eso nadie más que el
meitre supo qué fue lo que pasó después. Arnaldo del Taye tuvo que pagar, por insistencia de aquel, los tres whiskys que habían fulminado al borracho y Linda Flores tomó dos de las tres llaves que, como fichas de lotería, estaban sobre la mesa.

Manuel Abad

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